jueves, 3 de mayo de 2007

Dios es mi copiloto


Tiro la puerta delantera de la combi y pienso que todos tenemos derecho a ser engreídos. Aun en las condiciones más adversas, el hombre mantiene intacto su orgullo de criatura sensible, y es por eso que siempre verás a uno o dos sujetos que provocan la envidia del resto por la simple razón de ser quienes poseen el trozo de arenal menos feo, el hogar de las esteras mejor ensambladas, la fracción de basural que contiene los residuos metálicos más costosos. Así, en toda combi el asiento del copiloto es una suerte de trono-consuelo, un rayito de luz en medio de las tinieblas de hollín y grasa automotriz, la única Coca-Cola en el árido desierto de la combimanía. ¿Quién no lo desea con ansias ese asiento? Estar allí es poner el trasero en el sitio de Dios, porque Dios es el copiloto.
Y es un lugar apetecible porque solo hay uno (el otro está ocupado por el chofer) y porque en él puedes estirar las piernas, rascarte, leer, sentir el viento en la cara –el viento está lleno de smog, pero aire es aire–, sacar el codo, dejar que el sol tueste tu brazo, comprar helados en los paraderos, pagarle al cobrador sin tener que verlo ni olerlo y, lo más importante, mirarte largamente en el espejo retrovisor de la ventana. OBJECTS IN MIRROR ARE CLOSER THAN THEY APPEAR. Eso quiere decir que estás más cerca de lo que pareces estar. Tu nariz sale un poco grande, pero igual puedes contemplar tu cara y poner el mejor gesto de aplomo. Sonríe. Hoy es tu día. Hoy nadie te detendrá. Hoy el jefe no te pedirá un café con dos de azúcar. Hoy encontrarás novia, campeón. Sin embargo no todo puede ser perfecto, a veces el rayito de luz, esta singular alegría se puede desvanecer más rápido que la ilusión de clasificar al mundial, pues señores en el asiento de Dios compartir forma parte del privilegio, es que en la lógica combi donde entra uno puede entrar dos, es cuando conoces lo que es viajar en el ¨tercer asiento¨, de pronto debes tomar la gran decisión A) bajarte y volver a subir (en pos de conservar la primacía de la ventana y soplándose el odio de todos por la demora que ocaciona o B) recordar que en una vida pasada fuimos acróbatas y arrinconarte en el espacio entre el chofer y el asiento de copiloto y lo más cercano a Dios sería acatar el flagelo de la palanca de cambios, caramba hasta pienso Dios se bajaría de la combi apenas arranca.
Conozco gente que solo se sube a una combi si encuentra el asiento de copiloto vacío. Para darse este lujo, es menester vivir cerca del paradero inicial o tener la suerte de que alguien acabe de bajarse justo antes que tú, algo que solo ocurre a la tercera, cuarta o quinta combi. Y sí, hay gente que se sopla la espera (a veces me incluyo). Engreírse es un derecho humano. Hazlo, vale la pena. Espera una combi que tenga el sitio del copiloto libre. Asume de una vez que tú no eres una cabeza de ganado ni un saco de camotes. Si logras obtener el sitio, verás que hay una ventaja adicional: el contacto directo con el chofer. Basta girar la cabeza 90 grados para encontrarte cara a cara con el piloto: el cd colgando con la imagen de Jesús de Nazareth y los letreros de las rutas adheridos al parabrisas con abundante saliva proveniente de una lengua-dispensador. Decirle a un chofer algo si estás a cinco centímetros de él hace posible la justa guerra sicológica. El chofer no tiene secundaria completa, tú sí. Basta que lo mires a los ojos feo y no querrá meterse en demasiados problemas. Al fin de cuentas, es un hombre sensible, incomprendido amante de la velocidad, rebelde porque el mundo lo hizo así (con el permiso de rbd).
Por supuesto, la naturaleza es cruelmente sabia y ha promulgado severas leyes de compensación: si la combi choca, el primero en morir es siempre el que está adelante. Y créeme, el cinturón de seguridad de utilería que nunca arreglarán, no te salvará. Amén.

miércoles, 2 de mayo de 2007

I love my Combi


En el Perú pasa siempre: si rebuscas en el origen, encontrarás un error. Llamar “combi” a esa cosa que, todos los días, te expulsa ferozmente hacia la berma de pasto amarillo más cercana al trabajo es incorrecto. La Combi de verdad solo puede ser Volkswagen. El modelo fue inventado por unos ingenieros alemanes en los años cincuenta. Combi o Kombi, da igual. Fue un juguete muy cool, divertido y versátil, perfecto para la aventura, o sea, para abandonar la casa familiar y vivir tu road movie portátil con 20 años, novia libre y jeans rotos. La combi VW. todavía tiene clubes de fans en todo el mundo. Hay en la red un tipo que le recita a su combi. En Perú, no se tienen noticias de un culto masivo por este vehículo. Sus usos son más mecánicos, más monses: avanzan por la urbe como movilidades escolares, o confinadas al parsimonioso destino de llevar galletas o jaurías de mariachis. Pero no se usan para transporte público.
Por supuesto, el nombre lo da el uso y yo pienso igual que ustedes: combi sí es eso que nos expulsa hacia la acera todos los días. Y no importa que sean Toyota, Nissan, o Kia. Chapar combi suena muy peruano. En realidad, es una de las cosas que suenan más peruanas en el planeta, más o menos. El término combi se acopló fácilmente a nuestro lenguaje, y, a riesgo de recibir un latigazo de la doctora Hildebrandt, creo entender por qué. Combi suena paja, y se cuela conchudamente en la pollada bailable de términos coloquiales muy usados por acá: combo, bamba, bemba, bomba, sambo, tombo. Incluso algunos creen que es un invento peruano. Ciertamente, la carga simbólica de viaje en combi es brutal y no se compara con nada. O sea, ¿alguien ha oído hablar alguna vez de cultura-metro, cultura-tren, cultura-taxi o cultura-boeing?
Llegamos al asunto delicado: la combi es un símbolo nacional y eso hay que tragarlo. No es tan fácil. Son días de orgullo patrio, de autoestima recuperada, de Gastón Acurio en tres canales a la vez, del nadie-come-mejor-que-nosotros, del mi-abuelita-cocina-mejor-que-la-tuya, del milagro económico peruano, del vota por Machu Pichu para new wonder. Bueno, ¿qué hacemos con la fea combi?
Una combi no es un motivo de orgullo, pero puedo apostar que en este preciso microsegundo un inmigrante peruano, mugriento por las 3 horas de viaje que pasó para llegar a su trabajo en el Primer Mundo como podador de césped, recuerda el vehículo con nostalgia. Cierto: cuando uno está afuera puede cometer excesos como extrañar a Augusto Polo Campos y su Víbora, pero lo innegable es que la combi tiene algo que nos hermana. Es tierno abrir la guía Lonely Planet y leer: “Combi routes are usually not numbered, so listen carefully for the conductor yelling out the names of the major streets and destinations”.
La combi nos avergüenza y nos deprime, nos hace voltear a vernos, es un diagnóstico de cáncer terminal restregado en la cara todos los días. Pero sospecho que no llegamos a detestarla. Digo, no al nivel al que algunos podrían detestar, por ejemplo, a Laura Bozzo. A Laura Bozzo la han visto en todo el mundo. Da roche. Nos hace ver mal, es feo que se te queden mirando un rato a ver si tienes dientes solo por ser un peruvian boy. En cambio, la combi solo la vivimos nosotros, es nuestro secretito, nuestra criollada motorizada, una joya del subdesarrollo capaz de hacerte llegar rápido a cualquier parte. Un trapito sucio que solo se ventila en casa.
O sea, los peruanos quieren a la combi como a una amante fea. Te da lo que quieres al instante, pero no la llevas a un cóctel ni con antifaz. Combi sucia, cobrador cochino, chofer sicópata, asientos en los que no entras. Pero, ¿le habremos llegado a tener cariño a la combi?
¿Odiamos realmente los peruanos a la combi o la amamos en secreto?