lunes, 30 de abril de 2007

Combi Fighter made in Perú


Street Fighter. Así se llamaba el juego de video más famoso de mi infancia, ese que los altaneros niños de hoy desdeñan por sus gráficos viejos mientras dejan que el Play Station 3 despierte al asesino tridimensional que duerme en sus cabecitas. En fin. El edificante SF consistía en jugar a sacarle la mugre a tu contrincante en justa lid. Para las peleas, mi chochera de infancia Raúl le gustaba ser esa traviesa chinita de moños llamada Chun Li. No te rías, esa china me destrozaba. La patada de Chun Li tenía más vigor que el gancho Ken, el tornado de Mr. Bison, o el shock eléctrico del feísimo Blanka, por citar solo algunos de los miembros de tan alucinado staff de gente brava. Pero, ¿a qué viene este comentario inicial, este fogonazo vespertino nostálgico en mi blog? Lo que pasa es que no pude dejar de pensar en este tosco videojuego tras lo que le pasó a un ¨inocente¨ combi-usuario esta mañana. La violencia es fea, es capaz de propiciar toda clase de explosiones de odio y alterarte el cerebro a ritmo exponencial. La sientes diez veces más fuerte en medio segundo. Y a veces, en una combi la retórica se transforma en física pura. Y hay patadas.
Un cobrador de combi es un tipo a quien es fácil incluir en nuestras fantasías sicópatas. ¿Quién no se ha peleado con uno? En un viaje cotidiano hay al menos tres situaciones de alta tensión por hora. Alta tensión que, a veces, te hace mirarte las manos, medir el espacio, sopesar pros y contras de una intervención bélica. Tengo un amigo que practicaba full contact y hasta hoy narra ––los ojos brillándole de emoción–– el momento en que le clavó una patada en la cara a un cobrador. A mi me han dado un empujón y he pateado en la pierna a otro. Nada más. Por supuesto, no todos estos chicos son iguales y no todos son igualmente “mechables”.
Está el cobrador retraído que no traspasa los confines de su mundo interior, malnutrido, jorobado, desgarbado y de hablar bajito, alguien que evita pelearse porque sale perdiendo. Está el cobrador maduro, de guata, mal humor, lentes grasientos y expresión resignada que ante una situación de conflicto se limita a decir “respete mi trabajo, señor, colabore”. Está el cobrador achorado y joven que escucha reaggetón y que jamás te mira a los ojos: su rabia es peligrosa porque tiene la inseguridad de la postadolescencia. Se araña fácil. Está el cobrador de los demonios dormidos, ex pandillero, ex barrista, ex carterista del Milagro con cara de malo que generalmente es más grande y fuerte que tú. Ante alguna controversia o conflicto, su estrategia será cerrar la puerta y plantarse allí con cara de malo para decir “qué pasa compadre”. Y créeme, no es bueno hacer nada. En todos los casos, si la cosa se pone jodida el chofer intervendrá con esa varita mágica de fierro que, silenciosa, aguarda debajo del espaldar.
La tensión combi puede producirse por una serie de razones recurrentes, que sumadas a un mal día activan la química interior de la ira. Pensemos por ejemplo en la moneda falsa. Como al ¨inocente¨ pasajero de esta mañana, el pasajero paga su pasaje con la despreocupación propia del estrés, sin mirar. El cobrador devuelve la moneda con gesto de extrañeza, casi de indignación, y te dice que es falsa. Ves tu moneda y sí, es bien falsa. Qué loco. Es tan falsa que piensas: ¿cómo pude recibir esto antes?, ¿en qué planeta estás, cabezota? qué raro. Y entonces entiendes todo. Ese maldito te engañó. Te cambiaron la moneda. Dilema: sacar otra moneda y pensar que ya perdiste, cholito (99.9% opta por esto); o cuadrar a ese tipo. Ese no es mi sol, broder. El hombre puede querer que te bajes en el acto. A ver, pues, bájame huevón. Te bajo pues huevón. El vehículo frena abruptamente. Sal, basura. No quiero pe. PUM! PLAFF! BANG! ¿Se acuerdan de la serie vieja de Batman?
Pero rara vez llegamos a los golpes o a las patadas. Los peruanos no nos mechamos tan rápido. Tuve ocasión de confirmarlo una vez con un incomprendido extaxista de Buenos Aires exiliado en Trujillo, contaba que cuando iba en taxi por La Boca, pensaba en cómo los horribles inmigrantes afeaban las calles. Me dijo que los peruchos eran unos “gashitos”.
––No entiendo.
––Gashitos, ¿viste?
––Gallitos…
––O sea, dicen que se van a la bronca pero se insultan y se insultan, mirándose. Ashá en las cashes se ve todo el tiempo. Los bolitas son otra cosa, esos se trompean como animales… y los paraguas peor, imaginate. Pero ustedes, no sé, son chistosos: se amenazan que no acaba nunca…
Volvamos ahora a las calles de Trujillo y la combi, y veamos al nuestro amigo mechador de combi, expulsado por la fuerza después de argumentar infructuosamente que esa moneda falsa no salió de su bolsillo, ya en el asfalto, triste, y mirando feo al cobrador victorioso para decirle: “¡Te voy a sacar la mierda huevón, a ver baja pues, reconchatumadre! Chévere que no te hayas bañado porque te voy a sacar la mugre. Ven, pues, imbécil, acá. Uy, tu hembrita arranca y te corres”. Sí, los peruanos somos muy gashitos.
¿Te has mechado con un cobrador o chofer de combi?