miércoles, 2 de mayo de 2007

I love my Combi


En el Perú pasa siempre: si rebuscas en el origen, encontrarás un error. Llamar “combi” a esa cosa que, todos los días, te expulsa ferozmente hacia la berma de pasto amarillo más cercana al trabajo es incorrecto. La Combi de verdad solo puede ser Volkswagen. El modelo fue inventado por unos ingenieros alemanes en los años cincuenta. Combi o Kombi, da igual. Fue un juguete muy cool, divertido y versátil, perfecto para la aventura, o sea, para abandonar la casa familiar y vivir tu road movie portátil con 20 años, novia libre y jeans rotos. La combi VW. todavía tiene clubes de fans en todo el mundo. Hay en la red un tipo que le recita a su combi. En Perú, no se tienen noticias de un culto masivo por este vehículo. Sus usos son más mecánicos, más monses: avanzan por la urbe como movilidades escolares, o confinadas al parsimonioso destino de llevar galletas o jaurías de mariachis. Pero no se usan para transporte público.
Por supuesto, el nombre lo da el uso y yo pienso igual que ustedes: combi sí es eso que nos expulsa hacia la acera todos los días. Y no importa que sean Toyota, Nissan, o Kia. Chapar combi suena muy peruano. En realidad, es una de las cosas que suenan más peruanas en el planeta, más o menos. El término combi se acopló fácilmente a nuestro lenguaje, y, a riesgo de recibir un latigazo de la doctora Hildebrandt, creo entender por qué. Combi suena paja, y se cuela conchudamente en la pollada bailable de términos coloquiales muy usados por acá: combo, bamba, bemba, bomba, sambo, tombo. Incluso algunos creen que es un invento peruano. Ciertamente, la carga simbólica de viaje en combi es brutal y no se compara con nada. O sea, ¿alguien ha oído hablar alguna vez de cultura-metro, cultura-tren, cultura-taxi o cultura-boeing?
Llegamos al asunto delicado: la combi es un símbolo nacional y eso hay que tragarlo. No es tan fácil. Son días de orgullo patrio, de autoestima recuperada, de Gastón Acurio en tres canales a la vez, del nadie-come-mejor-que-nosotros, del mi-abuelita-cocina-mejor-que-la-tuya, del milagro económico peruano, del vota por Machu Pichu para new wonder. Bueno, ¿qué hacemos con la fea combi?
Una combi no es un motivo de orgullo, pero puedo apostar que en este preciso microsegundo un inmigrante peruano, mugriento por las 3 horas de viaje que pasó para llegar a su trabajo en el Primer Mundo como podador de césped, recuerda el vehículo con nostalgia. Cierto: cuando uno está afuera puede cometer excesos como extrañar a Augusto Polo Campos y su Víbora, pero lo innegable es que la combi tiene algo que nos hermana. Es tierno abrir la guía Lonely Planet y leer: “Combi routes are usually not numbered, so listen carefully for the conductor yelling out the names of the major streets and destinations”.
La combi nos avergüenza y nos deprime, nos hace voltear a vernos, es un diagnóstico de cáncer terminal restregado en la cara todos los días. Pero sospecho que no llegamos a detestarla. Digo, no al nivel al que algunos podrían detestar, por ejemplo, a Laura Bozzo. A Laura Bozzo la han visto en todo el mundo. Da roche. Nos hace ver mal, es feo que se te queden mirando un rato a ver si tienes dientes solo por ser un peruvian boy. En cambio, la combi solo la vivimos nosotros, es nuestro secretito, nuestra criollada motorizada, una joya del subdesarrollo capaz de hacerte llegar rápido a cualquier parte. Un trapito sucio que solo se ventila en casa.
O sea, los peruanos quieren a la combi como a una amante fea. Te da lo que quieres al instante, pero no la llevas a un cóctel ni con antifaz. Combi sucia, cobrador cochino, chofer sicópata, asientos en los que no entras. Pero, ¿le habremos llegado a tener cariño a la combi?
¿Odiamos realmente los peruanos a la combi o la amamos en secreto?